Mientras conducíamos a una exposición de ciencia ficción (con entrenamiento Jedi incluido) mis hijos sostuvieron una conversación que tanto a mi como a mí esposa nos parece haber escuchado antes. La habíamos escuchado porque ambos habíamos participado de la misma conversación cuando teníamos la edad de nuestros hijos. Los cuatro niños debatían acerca de cuál es la sección más tenebrosa de la casa del terror de un cierto parque de diversiones. Cada uno postulaba que un muñeco u otro era el más tenebroso y ofrecían argumentos y, a veces, coincidían y alababan la elección que había hecho uno de sus hermanos. Discutían acerca de cuán realista era un muñeco o cuán falso se veía. Más de uno de los niños no había ingresado nunca a la casa del terror, pero ofrecía igualmente su opinión, asentía con la cabeza y se reía, viviendo vicariamente la experiencia de su hermano.
Mientras el auto avanzaba hacia la exposición que visitamos, moviéndose con el vaivén propio de un auto cargado de niños que agitadamente conversan acerca de algo tan verdaderamente cardinal como las características de un juego de parque de diversión, no pude dejar de añorar el tiempo en el cual las cosas eran así de claras para mí. Ya sea si están conversando acerca de una figura de acción, del capítulo de un programa de televisión o de un juego, estos cuatro niños tienen manifiesta convicción de que las cosas son de una manera y no de otra. No tienen dudas; viven en un mundo de certezas. Quizás ése es uno de los mayores logros de mis propios padres. Durante nuestra infancia, ellos crearon, para mis hermanos y para mí, un mundo en el cual había certezas y seguridad. Sin esconder la realidad, se preocuparon de que tuviésemos niñez. Ya habría tiempo para ser adulto y poner las convicciones a prueba.
Garantizar un ambiente de confianza es posiblemente la tarea más compleja y exigente de todas las proezas parentales. Es así pues, si bien es equiparable a un espacio amurallado, la confianza se puede desmoronar en un santiamén y, a veces, para siempre. Sólo basta bajar la guardia un poco, decir algo equivocado o dejar de cumplir la palabra empeñada. Yo hago todas estas cosas con frecuencia, por lo que se hace necesario equilibrar la balanza.
Ello se puede lograr con cosas tan simples como los ritos. Un rito no requiere ser muy complejo ni pomposo; sólo se necesita que sea constante y que busque fortalecer los vínculos y la confianza (Ver "Dulce sueños"). No sirve ir todos los fines de semana a ver a los abuelos y los tíos. Algunos ejemplos: mi padre nos leía periódicamente todos los cuentos de Asterix, mi madre nos cantaba y tocaba la guitarra para nosotros, mi señora le lee a los niños El Principito (ya hablaba con tanta elocuencia el zorro en El Principito acerca de los ritos y de su relevancia). Los niños crecen felices y con confianza en la medida en que saben que cuentan con una red de seguridad preparada especialmente y en forma única para ellos. Algo de eso se deja entrever en un reciente artículo de The Economist, si uno lee entre líneas.
Hace muy bien añorar los tiempos en los que la vida era simple, si no para volver a sentir esas dulces experiencias, entonces para aprender acerca de cómo replicarlas para los propios hijos. Ir a un parque, salir de paseo por el día, dar una vuelta a la manzana, subir un cerro o arreglar una bicicleta juntos pueden ser las experiencias que nuestros hijos necesitan para sentirse seguros y crear sus propios recuerdos. Ellos luego agradecerán haberlos vivido y los rememorarán con nostalgia.
2 comments:
cuanta falta hacen este tipo de artículos, sólo puedo decir gracias.
¡De nada! Te invito a compartir tus ideas y a leer lo escrito con anterioridad. ¡Gracias por leer!
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